viernes, 10 de marzo de 2017

Anecdotario: Combate Histórico Medieval - Parte 2: La Lucha Armada

En la primera parte hablé de cómo uno se va introduciendo al mundillo medieval; de cómo el deporte, para vivirse al máximo, exige un alto grado de dedicación y compromiso y de que puede llevar un cierto tiempo de adaptación y aprendizaje. Lo que en su momento no expliqué es que, al menos para mí, ese proceso fue también como dejar una olla de presión sobre fuego lento.
Yo me había unido a Ala Roja con la esperanza de luchar, de armarme como caballero y sentir en carne viva la adrenalina del combate, el corazón saliéndose del pecho en anticipación a la batalla. Así que, aunque disfruté todo el proceso, del tiempo de preparación y la larga espera por reunir todas las piezas de la armadura; todo fue sumando a esa inquietud original por la que entré al equipo. Quizá por eso sea tan vívido mi recuerdo de cuando finalmente ocurrió.


Fue en Oxtotipac, un pueblito del Estado de México, cercano a Teotihuacán y célebre por la joya de arquitectura colonial que es el Exconvento de San Nicolás. Algo tiene de mágico o de poético que haya sido en ese sitio, a la sombra de nuestro pasado más “medieval” (con sus matices, no se me pongan puristas), que tuve, casi por accidente, mi bautizo de sudor y acero.


No estaba programado que yo peleara aquella tarde. Al cuarto para la hora, uno de mis compañeros de otro equipo (si estás leyendo esto, va un abrazo Hugo) decidió que no estaba en condiciones de participar y generosamente me cedió la armadura que había llevado, para que no quedara sin usar y para completar el número de peleadores requeridos en el equipo.


Dependiendo del modelo, una armadura puede pesar entre 20 y 40 kilos, más o menos. Creo que no hay mejor manera de apreciar la gravedad de lo que estás haciendo que sentir ese peso sobre tus hombros. Cada movimiento requiere un pequeño esfuerzo extra que te hace muy consciente de en dónde estás y qué va a pasar a continuación. Más aún si ves al resto de tus compañeros haciendo lo mismo.
No deja de haber un ambiente festivo mientras todos se están armando. pero definitivamente es más subyugado. La tensión aumenta. Hay gente haciendo ajustes de último minuto: una correa, un remache que se soltó durante el traslado. Otros se toman el tiempo de hacer calentamiento previo, como en todo deporte de alto rendimiento. Los más sencillamente encuentran en el proceso de armarse una buena manera de aislarse del exterior y concentrarse.


Yo temblé de nervios durante todo el laborioso proceso de cubrirme de acero para el combate. Muchos de los otros peleadores con los que iba a compartir la liza eran veteranos incluso de torneos internacionales y mi mayor preocupación era no hacer el ridículo; seguida muy de cerca por la de acabar la jornada entero y en pleno uso de mis facultades. (Como la armadura era prestada, no terminaba de cubrirme a la perfección y yo tenía que volver a Guadalajara ese mismo día)


La última pieza que me colocaron fue el yelmo, justo antes de entrar en la liza.


La armadura podrá cubrir el 90% del cuerpo, pero es el yelmo el que verdaderamente te aisla del exterior. Dependiendo del modelo, tu visión se reduce drásticamente y se limita a lo que tienes frente a tí. Un grueso acolchado ahoga cualquier ruido exterior y te hace muy consciente de tu propia respiración agitada y del rozamiento de las placas de acero con cada uno de tus movimientos.


En esos momentos, con el yelmo ya en su lugar y justo antes del combate, eres tú y tus pensamientos: La calma antes de la tormenta, el cuerpo tenso en anticipación, el corazón bombeando con un ritmo poderoso, poderoso y constante, como tambor de guerra.


“Start fight!”
Quizá no alcanzas a escuchar el grito, pero observas cómo se levanta la bandera amarilla y te pones en movimiento. Intentas ubicar tu objetivo en la formación rival, que ya avanza sobre tí. Escuchas el griterío del público como ruido de fondo, sin poder distinguir voces ni palabras. El enemigo sigue acercándose, alzas tu arma… y embistes.


Como Tanque (uno de los roles dentro de la formación del equipo y la posición que yo desempeñaba), tu labor es la de contener y resistir los golpes de los elementos más peligrosos del adversario. Entretenerlos, derribarlos si es posible. Usas tu peso, tu fuerza física, para imponerte en un combate cercano.
Tan cerca de la línea de escaramuza, es fácil perder la noción de lo que está ocurriendo en el resto de la liza, te concentras en lo que tienes enfrente y todo lo demás desaparece El griterío se vuelve el ruido de fondo de un gigantesco campo de batalla. Recibes los primeros golpes, los sientes sacudir tu armadura y dispersarse a lo largo del acolchado. Estás bien, estás seguro. No pueden herirte. Esa revelación te impulsa, despierta un espíritu que siglos de civilización y modernidad han relegado a lo más profundo de tu conciencia y que los pantalones de vestir, la corbata y la taza de café por las mañanas en la oficina te han hecho creer que ya no posees.





A riesgo de sonar como un completo psicópata, uno comienza a disfrutar del combate. El sonido metálico de un bardichazo bien acomodado te pone una sonrisa en los labios lo quieras o no; ya no hablemos de la gigantesca satisfacción de dejar a alguien tendido en medio de la liza porque no pudo contigo. Cuando finalmente te derriban, creo que duele más el orgullo y la frustración de no poder continuar, que el golpe con el que te dejaron fuera de combate.


En Oxtotipac me tocó derribar y ser derribado probé las mieles y la hiel, y estaba tan entusiasmado que ni el cansancio ni los golpes me detuvieron. Al final nos alzamos con un segundo lugar (¡Un abrazo a los integrantes de la Alianza del Jabalí Alado del Imperio Rojo!) Lo que porbablemente te deje más sorprendido de este deporte, sin embargo, es lo que ocurre después… Pero esa, es una historia que dejaré para la tercera y última parte de esta serie.

¡Nos leemos la próxima!

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